Wednesday, October 26, 2005

 

El vendedor perfecto

Vaya por delante que en el fondo tampoco tiene mucho merito.
Yo he sido siempre, muy a mi pesar, presa favorita para todo tipo de charlatanes y gente extraña.
Ya puede haber 500 personas paseando felizmente por la calle que como haya un iluminado con una religión tan peregrina que combine marcianos, extraños dogmas relacionados con peces de colores y gente en pelotas dando saltos por los montes viene derechito a convencerme con cierto guiño de ojos complice que viene a decir: "Tú si que sabes de que te estoy hablando, ¿verdad?"

Nunca le he dado demasiada importancia porque me temo que el día que lo medite seriamente descubriré que esa gente ve en mí a un igual y que soy tan rara como ellos (mis alumnos, de hecho, llevan tiempo sospechándolo).

Necesitaba un pantalón vaquero. Los que tengo son de cuando el rey Arturo todavía era principe en Camelot y como cualquier persona supuse que el trámite normal para conseguir un par es entrando en una tienda. Tengo una cerca de casa dónde nunca había entrado y el siguiente paso lógico era visitar el establecimiento para comprobar la mercancia, cosa que hice sin dilación.

Lo que no esperaba es que ante mí apareciera, ¡oh, sí!, el vendedor perfecto. Antes que pudiera saludar siquiera, me dijo con una sonrisa misericordiosa:

-"¡Uy! ¡esos vaqueros que llevas ya tienen unos años!"-

Reprimí mi instinto -craso error- de escapar de allí acto seguido. Realmente estaba empeñada en conseguir unos pantalones.

- "¿Tienes tiempo?"- prosiguió-"Lo que tú necesitas es que probemos unos cuantos pantalones para descubrir tu estilo y lo que mejor te sienta"-

Eso ya sonaba mejor. Sonaba a moda, diseño, busqueda del ideal, la piedra filosofal del vaquero...
Y ante mi nuevo estilísta me rendí ávida de nuevas sensaciones en el probador (no de ese tipo, malpensados, no de ese tipo). El vendedor me trajo aproximadamente sopocientos pantalones vaqueros. Creo que en la vida no me he llegado a probar nunca tantos jeans ni juntos ni por separado ( Y eso que debo de tener el record mundial de probarme trajes de novia).

Probé diversos looks: "grunge", "vagabunda","mecánico de taller de coche", "rapera", "persona desequilibrada","adolescente que se cree anoréxica", "morcilla de Burgos"...
En vano traté de advertir al hombre (que no me cabe duda era el mismisimo Belcebú que me traía tantos pantalones) que yo quería algo discreto, que no quería ni ir enseñando tripa, ni con un vaquero que pareciera ya viejo y desgastado, ni ninguna cosa extrafalaria. Él, miraba de reojo, pensando que yo era una pobre ignorante de los dictados del vestir.

-"Haz lo que quieras"- decía- "Yo tengo muchos años de experiencia en este campo pero tú eres la que decides, aquí la gente que viene a comprar a veces se equivoca y compra lo que no le sienta bien"-

Otro buen momento para huir desechado, yo andaba en paños menores y aún me faltaba probarme unos 56 pantalones.
Hablaba sin parar de la problemática interna de los vaqueros, de las novedades, de la tecnología al servicio de las personas, del"bolsillo francés" bueníiiiisimo para aquellas mujeres que como yo tenemos curvas que, ¡qué casualidad!, a mí no me quedaba bien.
Para mí que se inventaba la mitad pero aún guardaba el ataque final: Cuando el vendedor ya calculó que estaría agotada de tanto quitarme y ponerme jeans y por tanto no podría defenderme, exclamó como el que hace un favor:

-¡¡¡¡¡Tenemos una SUPER OFERTA de tres vaqueros por el precio de dos!!!!!-

Intenté en vano comunicarme por móvil para solicitar ayuda, era inutil, no había nadie en casa.

No me pregunteis cómo, porque aunque yo estaba allí era como si todo le estuviera ocurriendo a otra persona, acabé llevándome tres pantalones que jamás hubiera comprado en mi vida.
Uno demasiado estrecho aunque en su punto de vista era diviiiiino y parecía hecho para mí.
Otro eligido por él de color indefinido que parece más viejo que cualquiera de los que tenía yo
-"NO puedo dejar que te vayas sin este. ¡Es perfecto!"-apostilló.
Y un tercero que ya era discreto como quería yo en un principio pero también está desgastado y si llego a quedarme 10 minutos más le compro hasta la bolsa de basura sin enterarme.
Me regalaban uno, sí, pero por el precio que tenían los otros dos podía haber pagado los tres perfectamente e incluso la pernera de un cuarto par de pantalones.

LLegué a mi casa medio hipnotizada, dudando si me habían estafado, si he estado todos estos años equivocada o si me había atropellado un tren.
Eso me pasa por no ir de compras con mi hermana que delante de las dependientas es todo dulzura y dice cosas como: -¡Qué monoooo!¡Qué bien te queda!- y tan pronto salen las dependientas del probador frotándose las manos imaginando la venta me dice en voz baja: -Ni se te ocurra! ¡Menudo espanto!-


Un abrazo de seda.



Thursday, October 20, 2005

 

Tengo hambre (gastronomicamente hablando)

Ya había contado en "Recetas de la Armada Invencible" (vease archivo enero 2005) sobre mis pequeñas dificultades en el maravilloso y complejo mundo de la gastronomía (en el area de la cocina, claro, en el de comerme lo cocinado soy una experta como pocos).

Para paliar esta deficiencia he acumulado a lo largo de los años todo tipo de libros y recetarios que, probablemente, ya han superado en cantidad a aquellos que pudieran formar parte de la biblioteca de Alejandría en su sección culinaria. No obstante, rara vez llevo a la práctica alguna receta porque por muy simple que parezca todas tienen su trampa:

Para empezar, estos experimentos sólo se me ocurren cuando voy a tener invitados. Busco, entonces, alguna cosilla simple que no me robe mucho tiempo, voy al supermercado y ¡ah! la primera sorpresa: No es sólo que tenga que cambiar la mitad de los ingredientes por otros similares ¡es que, además, necesito una hierba que sólo crece en las faldas del Tibet! y el supermercado por muy grande y bien dotado que esté carece de ese ingrediente que parece esencial. Tras mucha paciencia encuentro una hierbajo similar que crece en un rincón aislado de la sabana africana que el dependiente jura y perjura es prima hermana de la que necesito yo pero aunque precise unicamente de una pizca me obligan a comprar un kilo porque no la venden suelta y vale un ojo de la cara pero como parece ser taaaaaan imprescindible me la llevo.

Resultado:
-La preparación del alimento cuesta como minimo un 50% más de tiempo que lo que reza el papelito.

- Sabe raro y los invitados se miran confundidos entre sí.

- Una vez calculado el coste económico total del plato resulta que hubiera salido más barato que nos fueramos todos a comer a un restaurante.

-Además tengo el dichoso kilo de hierba africana que se me echará a perder porque sabe a demonios y a ver cuando vuelvo a echar esa cosa en ningún lado.

He decidido poner fín a mi ignorancia y así me he matriculado en un curso de cocina rápida para gente sin tiempo (yo no tengo tiempo y ganas menos, era el curso ideal para mí).
Acudimos 20 alumnos mayoritariamente pertenecientes al género masculino bastante talluditos( sí, a mí también me asombró) que suelen traer botellas de vino y cuando nos comemos lo cocinado estamos a punto de salir a cuatro patas junto con el profe-cocinero con delantal, camisa blanca con dos hileras de botones a los lados y ese gorrito alargado tan cuco como uniforme.
Los de los cursillos de pintura y corte y confección que están en otras clases se deben de morir de envidia cuando llega el aroma de los platos.
A nosotros también nos gustaría estar haciendo el guarro entre cazuelas y cubiertos pero la entidad bancaria organizadora desconfía de nuestro buen hacer y prefirió asegurarse de que el edificio no sufría percance alguno en nuestras investigaciones.

He de decir que a pesar de la sencillez que tienen los platos, de rápidos tienen más bien poco (al menos, en mi concepto de rápido. Dos horas y media para primer, segundo plato y postre. Yo creía que serían recetas para confeccionar en 10 minutos, sanas, hipocalóricas y sabrosas. ¡Soy de un ingenuo!) Todos los platos están riquisimos pero engordan una barbaridad.
Sin embargo, hay compañeros que han reintentado en su casa cocinar lo aprendido con éxito desigual.
Uno de ellos, el dueño de la funeraria, comentaba que su perro que asiste gustoso a sus infructuosos ataques a la cocina había rechazado el bizcocho que como deberes había confeccionado con todo cariño porque estaba duro como una piedra y ayer, cuando, aprendímos cómo cocinar unas alubias con setas y almejas y una Bavarois de frutos del bosque exclamó: ¡Cómo se va a poner mi perro!


Besos picantes y especiados.

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